Sergio Zermeño
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El escenario que se ha querido hacer pasar como inevitable después de estas elecciones es el que tenemos ante nuestros ojos: Felipe Calderón ha obtenido, por los medios que usted guste, lícitos o ilícitos, una diferencia a favor de menos de uno por ciento, suficiente para ser declarado ganador de la contienda. Pero no fue inmediatamente declarado ganador de la contienda, porque eso habría podido desatar la furia de sus contrincantes. Lo que convenía era magnificar en todos los medios de comunicación ese uno por ciento, mientras se contaran y recontaran las actas, de manera que la ciudadanía se fuera acostumbrando a ese hecho incontrovertible. Sólo entonces el consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE) o el tribunal electoral declararían triunfador de los comicios a Felipe Calderón.
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Y la oposición a esto, ¿dónde está?, se preguntará el lector. Bueno, el PRI, o al menos Madrazo y su camarilla, aceptaron corriendo el triunfo de Calderón, reconociendo y ensalzando al IFE y descalificado las protestas del PRD: "no le apostamos al conflicto. En la democracia se gana o se pierde con un solo voto, y lo asumimos plenamente". La combinación de la contundente derrota del tricolor, aunada a estas declaraciones (acuerdos tras bambalinas de un oportunismo desenfrenado), ¿precipitarán por fin el golpe de Estado interno que ya todo mundo corea? Quizás, ya veremos, pero ése es otro asunto.
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El operativo hasta el martes parecía bien planeado y los responsables del IFE parecían tener elementos para sostener un discurso hasta cierto punto convincente. Un hecho, sin embargo, vino a enturbiar todo el panorama y a sembrar la desconfianza: entre el lunes y el martes aparecieron resultados de casillas que habían sido "puestas de lado" y que le eran claramente favorables a AMLO de manera que se acortó su distancia del 1.1 a 0.6 por ciento. Sólo con un programa cibernético se pudieron haber "puesto de lado" esos resultados tan desfavorables al candidato de Estado. Pero ese hecho tuvo el efecto de desatar la furia en un bando y sembrar la duda en el otro: lo de Hildebrando y la manipulación del padrón ha comenzado a revelarse con evidencia incontestada, y entonces la demanda de revisar voto por voto, y no sólo acta por acta, amenaza convertirse en una confrontación muy seria entre el PRD y los cada vez más cuestionados consejeros del IFE. Todo esto podría conducir a dos escenarios más: por una parte, al terreno de las instituciones políticas y la legitimación del nuevo gobierno, cuya arena principal sería la parlamentaria: buscar por todos los medios que sean anuladas las elecciones, debido a la sucesión infinita de irregularidades antes, durante y después de los comicios, trabando el funcionamiento institucional de la República, no permitiendo, por ejemplo, la instalación del nuevo Congreso el primero de septiembre y haciendo imposible la gobernabilidad.
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Sería una fatigante redición de 1988 que puede atascarse, aunque también podría conducir a un arreglo político en el que probablemente ya no estarían los mismos candidatos, colocando en su lugar a una figura de consenso, a una personalidad de conciliación nacional arropada con un gobierno de coalición. Para que esto fuera posible, primero tendría que producirse, en el interior del PRI, una revuelta que desautorizara el reconocimiento que Madrazo otorgó a Calderón.
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El tercer escenario sería uno en el que el perredismo, después de demostrar una infinidad de irregularidades contables (aunadas a las marrullerías ya detectadas), decidiera declarar un fraude electoral asumiendo todas las consecuencias de abandonar la mesa de negociaciones y enfrentar al arsenal la "deslegitimación" cibernética y televisiva del status quo. Un escenario así implicaría pasar a la movilización popular, a la presión directa, y conduciría a que el pequeño grupo que rodea a AMLO tuviera que darle cabida, y sin duda la prioridad en las decisiones, al ancho caudal de las corrientes de base del partido, todo ello inscrito en una dinámica inevitable de radicalización y de confrontación. Abonan en una salida así el hecho de que la gente ya no quiere lamentarse otros 18 años por no haber sabido defender un triunfo y el argumento de que en el valle de México el perredismo popular es muy consistente y es en ese espacio donde se asientan las instituciones de la República.
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Este escenario presenta, sin embargo, debilidades que no sólo derivan de las resistencias de cualquier cúpula a ser desplazada, sino también del hecho de que gran cantidad de dirigentes no querrán poner en riesgo sus curules, cuyo número creció fuertemente en estos comicios. Por lo demás, los responsables de mantener el orden serían los propios gobernantes perredistas del Distrito Federal, y eso naturalmente complicaría muchísimo las cosas. Pero si una dinámica así se desatara, no cabe duda de que también exigiría una salida política consensuada: un gobierno de coalición.
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Es difícil que los conflictos electorales deriven en grandes confrontaciones políticas, pero una mala salida de este tipo resulta como los terremotos: a mediano plazo terminan resquebrajando la cohesión social.
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