dimarts, de novembre 18, 2008

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Pompa y circunstancia. Apariencia y opresión.

La cultura barroca de la Nueva España

La búsqueda de identidad: el criollismo

Para Jorge Alberto Manrique, el fenómeno principal de la época barroca es el criollismo, que puede entenderse como la búsqueda de identidad cultural, ontológica inclusive, de una parte de la población novohispana, que se sabe ligada a España, pero que no es europea. El criollo no es nada más una identificación de carácter étnico, sino también cultural, ya que dicha persona puede ser un nacido en América de primera generación, lo mismo que alguna persona novohispana de varias generaciones atrás, o un peninsular arraigado e identificado con la tierra de acogida, cabe aclarar, que también hubo quienes no se identificaron como criollos y prefirieron mantener una identidad española. ¿Quién soy? Es la pregunta que agobia al criollo. Su cultura buscaba en todas las manifestaciones posibles su identidad, basada en la comparación, pero a la vez diferenciación con Europa, especialmente España. Así, había una alta cultura novoespañola que incorporaba el panteón europeo, combinado con una exaltada espiritualidad, una triunfalista alabanza de las virtudes de su tierra, pero a la vez tomaba selectivamente elementos nativos, como ciertos relatos mitológicos prehispánicos y manejaba la otrora lengua franca del mundo precolombino, el náhuatl. Señeras figuras de las antiguas letras virreinales son fray Juan de Torquemada, autor de la Monarquía indiana, recopilación de la historia antigua de las tierras mexicanas, asumida como gloriosa y Fernando de Alva Ixtlixóchitl, criollo descendiente de notables por todos sus costados, ennoblecedor de su tatarabuelo Nezahualcóyotl.

Rescate y apropiación de un pasado “gloriosos”

Con dichos autores se comienza la apropiación de un pasado imaginado, casi como memoria plantada, en la que los criollos veían reflejada su propia grandeza, que súbitamente adquiría un pedigrí. Conforme lo fueron necesitando, los barrocos recrearon su mitología pretérita de manera cada vez más metafórica, elaborada y poética. Continuadores de la valoración erudita y política de la antigüedad indiana fueron Carlos de Sigüenza y Sor Juana Inés de la Cruz, que tenían el talento y la visión de sincretizar el canon europeo con las historias, mitos e ideología de los reinos anteriores a la Nueva España.

Lo real y lo sobrenatural: indivisibles en la cosmovisión novohispana

No había ninguna virtud, bonanza, pena o infortunio que se explicara fuera del ámbito de la religión. La espiritualidad encendida, militante era la columna vertebral del quehacer novohispano. Todo evento de relevancia o respecto estaba explicado, justificado, atribuido a la intervención de lo sobrenatural. El novohispano buscaba ser reconocido y obtener regalías materiales, espirituales, o ambas merced de su marcada religiosidad, de su apego y devoción a las formas y contenidos de la espiritualidad. La santidad era un don añoradísimo y la presencia de exaltadas obras pías, de lo más loable. Era un mundo de metáforas, ilusionista y efectista en el que tanta milagrería hacía imposible de distinguir la verdad de la fantasía y se tornaba muy difícil distinguir la santidad verdadera. Pese a las trabas burocráticas o simplemente opresivas de las burocracias españolas, como en muchos otros aspectos de la vida colonial, los criollos encontraron la manera de expresar su sentir en cultos y devociones que no requerían de pasar estrictos controles, o de salirse con la suya. La devoción más importante habría de satisfacer las fogosas necesidades espirituales de los novoespañoles fue la de la Guadalupana. “Cuando el hombre quiere de veras creer algo, lo cree de verdad; y la Nueva España de los siglos XVII y XVIII quería, necesitaba creer en el milagro guadalupano: en ello le iba la vida”[1]

Pompa y circunstancia: el mundo de apariencias de los novohispanos

La vida novohispana manifestaba un ansia por sobresalir, por ser visto y reconocido, por ostentar un aire de grandeza, lo cual se daba, de manera prominente, a partir del patrocinio de obras pías: “lo religioso flotaba en el ambiente y no pocas veces adquiría proporciones monstruosas.”[2] También el cuidado y control de la moral, ante todo de la pureza femenina era una institución ampliamente consolidada: la vigilancia de la sexualidad de las mujeres era un imperativo en el que debía participar toda la sociedad y en el que se invertían esfuerzos humanos y materiales, para así otorgar manjares espirituales a las féminas y no de otro tipo.

Moralina y deber ser

La estulticia del quehacer novoespañol también daba pie a la competencia entre los notables por ver quién daba más limosnas, quién era más exacerbadamente pío y tal. Era ciertamente un mundo oprimido (estas, mis palabras) por la falta de contacto con otras culturas que no fueran la hispánica, y por la falta de identidad e independencia de pensamiento. Tanta mojigatería probablemente refiera a lo que en realidad hacían los novohispanos, tal vez tanta piedad de dientes para fuera, o al descarne total eran proporcionalmente iguales a los pecados que en público y en la intimidad practicaban los virreinales. (Baste para ello revisar los folios heredados en el ramo Inquisición del AGN, que dan constancia de lo extendido de la prostitución, y de lo que hoy llamaríamos, en términos del psicoanálisis, “perversiones”).

La catedral: arte culto y representación de la sociedad novoespañola

La catedral se erigió en el edificio citadino por excelencia, en virtud de ser un trascendental símbolo religioso y civil, además de que para las ciudades que las acogían, significaban una oportunidad de expresión de orgullo y opulencia. Mientras que el siglo XVI había significado la preeminencia de la arquitectura rural y los sueños de muchos de convertirse en señores de dichos espacios, el cambio de las siguientes centurias, en las que la ciudad pasó a ser la protagonista, y la arquitectura urbana, la importante. Asimismo la catedral reflejaba las estructuras de poder y los protagonistas morales y económicos de la vida colonial. Los espacios interiores catedralicios acogen a la elite canóniga, mientras que los prohombres de la ciudad tienen acomodo cerca de ellos, en la nave mayor, donde también acudían las órdenes mendicantes. En las capillas laterales se acogía a los gremios y las cofradías, participantes importantes del quehacer de la ciudad. La plebe, la chusma y la población informe y confusa tenía cabida en la el altar a la entrada del edificio.

Tradición pictórica

Merced al maestro de Santa Cecilia (posteriormente identificado con Andrés de Concha) y Simón Pereyns, se instala en la Nueva España una tradición pictórica manierista, de altos vuelos, que tiene como efecto el rompimiento y abandono de la tradición de pintura mural conventual. Para Manrique, la obra de los manieristas es de alta calidad y podría encontrarse sin duda en Italia o Flandes. Hubo pintores que, aunque nunca tocaron suelo mexicano, como Martín de Vos, tuvieron un importante efecto en la escuela nativa novohispana.

El manierismo dejó en el país una impronta muy importante: fijó modos y costumbres pictóricas que pervivirán durante mucho tiempo. Desde el punto de vista de su recepción en la sociedad, dejó un gusto, que hacía que obedeciera a sus necesidades internas y formas particulares, tomando en consideración su aislamiento con respecto a lo que sucedía en Europa, continente referencia para la tradición artística, y del cual emanaban novedades o innovaciones, pero que eran modificadas de acuerdo a los gustos y tradiciones del mercado local. Gran parte de la pintura novohispana se inspiraba en grabados, ya que tal medio era el que facilitaba el tránsito de formas e ideas plásticas entre ambos continentes.



[1] Jorge Alberto Manrique, “Del barroco a la Ilustración”, en Historia General de México, tomo 2, México, El Colegio de México, 1977, p. 373

[2] Ibidem